31.5.20

felicidad barata y sencillita: hacer panqueques a media noche y que no importe el olor a fritanga.

15.5.20

En la calle, el ruidos de los autos a toda velocidad. Las plantas de hojas violetas iluminadas por la luz, en el calor de mayo, la vereda rota, la gorda, amamantando sobre un escalón los demás chicos corren, se ríen, tienen la obligada suciedad. Las ganas de drogarte nunca se te van.

Pasan mujeres y trato de saber su edad. Si son más lindas que yo porque son jóvenes, eso es inevitable y tampoco me consuela. Las ganas de drogarte nunca se te van.

Hay un artesano en la plaza. Los chicos y los viejos aman las palomas, ratas con alas, y el artesano me da regalos y sonrisas, habla todo el tiempo, pregunta si estoy enamorada y los autos que pasan por la calle no paran en ningún momento y las ganas de drogarte nunca se te van.

Suena el teléfono y preguntan cómo se llamaba ese libro que leías en el hospital. Era de amor y de ambición, de desamparo, mentiras, ilusiones rotas y borraba el mundo alrededor, que era igual pero sin brillo. De noche vuelven esas noches a mi cama y las ganas de drogarte nunca se te van.

De noche dan alegría las fiestas de música fuerte y las risas, o las películas de tiros y policías que le pisan al asesino los talones hasta el final pero las ganas de drogarte nunca se te van.

Debajo de la autopista, los restorantes, un pasaje villa-chic, con cuadros de colores, manchas que esconden caras atrás de una nube de humo. Pasan caminando las embarazadas tan gordas, pesadas y felices como quisiera estar y de vuelta en casa la panza duele y las ganas de drogarse nunca se te van.

Hay un momento de paz, un baño caliente, un noticiero que no escucho para ver si las ganas se van, pero no. Hay gente que no piensa en la gente, pero yo tampoco. Hay un cajón en la casa de mi padre muerto, un cajón con sus anteojos, su agenda, tarjetas con su nombre y un alicate, y pequeñas transparentes medialunas blancas que fueron sus uñas cortadas por el alicate, y mientras eso siga ahí las ganas no se van a ir.

Hay un chico en la nueve de julio que apoya su bicicleta en uno de los bancos y fuma y a él tampoco se le van a ir las ganas, nunca.

13.5.20

Jonathan tiene 17 años y hace 28 meses que está en tratamiento. Su grupo familiar está compuesto por su padre, su madre y sus tres hermanos. Sus padres están separados. Es el tercero de cuatro varones. Su padre actualmente consume. Su hermano menor, también. Él empezó el tratamiento dos meses después que su hermano mayor. Él lo seguía en todo. Su hermano mayor ahora está recuperado. Su hermano menor ahora empezó el tratamiento pero abandonó. Jonathan cuenta que empezó a consumir a los 10 años. Al principio era algo liviano, los fines de semana. Después más seguido y después más duro. Ahí empezó a juntarse con personas mucho mayores que él. Primero vendió sus cosas, después robó en su casa y después robó en la calle. Quería dejar, dice, pero no sabía qué hacer. Se levantaba de la cama y no sabía qué hacer, que no fuera consumir. Un día, antes de navidad, salió a robar. Corría, era de noche, empezó a sentirse mal, muy agitado, muy asustado. Vomitó en la calle y pensó que se moría. Fue a la casa de su papá pero no le pidió ayuda. Esperó a sentirse mejor y se fue. Después le pidió ayuda a su mamá y un día ella lo despertó y estaba el bolso armado sobre la mesa. Ella le dijo que se tenía que internar y él dijo "bueno". Ahora van 28 meses y alguien le pregunta cuándo se le fueron las ganas. Él dice:
—No. Las ganas de drogarte nunca se te van.