VIII
Hace catorce días mañana
que mi abuelo está muerto.
Hace catorce días hoy, que ya es de madrugada.
Era jueves y por razones
¿triviales? ¿inexplicables?
Yo estaba a tres cuadras.
(Esa semana, cada vez
que sonaba el teléfono esperaba
que fuera el momento.
Ese día, llamé a mi mamá por otra cosa
por razones triviales
que no vale la pena explicar.
Mi madre la-hija-de-la-noche-de-bodas.
Y ella lo dijo.
Avisale a tus hermanas, también.)
En la cama, estaba tibia
su frente, sin fiebre
sólo tibia.
Lo toqué y besé
su frente tibia.
Y después fueron llegando los demás.
Entraban en la habitación mientras se enfriaba.
La boca abierta, las máquinas
apagadas.
Nosotros los otros como antes
extrañados.
Durante dos horas entramos
y salimos de la habitación
nos esperamos en el pasillo
su familia.
(Cuando murió mi padre llegué
a tocarlo todavía tibio
era octubre también
y había sol.)
La belleza natural
incluso en la ciudad
engalana el horror, la piedad
imanta la luz del sol, las lágrimas
y los mocos.
Inflama los ojos hasta el espanto
y los vuelve
tan humanos
tan de perro herido hasta que no se soporta.
Dos horas entramos y salimos todos
hasta que lo llevaron a la sala.
Así dice la mujer que vendió el servicio.
Pelo atado, traje negro
No elegante y tampoco
fatal.
Todavía es linda y joven
pero se tiñe el pelo y trabaja
vendiendo el servicio.
Durante un momento
verla y no ser ella
es un alivio —un alivio trivial
explicable—.
Tuvimos tiempo de bañarnos
antes de llegar al salón
de cambiarnos la ropa.
Después, café y caramelos
dulces, ácidos
Personas desconocidas
que sienten la triste obligación
de apenarse
o sonreír.
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